Texto publicado en nuestro especial de niños.
Durante mi infancia, mi madre me envió a algunos campamentos, entre otras muy atinadas decisiones. Asistí a los más variados programas de entretenimiento veraniego, desde los que promueven la sana convivencia con la naturaleza, hasta los basados en la tecnología y la procuración de la calidad total. Mi madre, moderna y trabajadora, necesitaba encontrar la forma de ocupar a su hijo una buena parte del verano. En ese entonces, la oferta no era tan variada como ahora, no existía internet, ni mucho menos una cultura «tan» ocupacional del tiempo libre.
Habrá que entender que no todos los hijos fueron hechos para un campamento, y más importante aun, antes que nada habrá que considerar al niño, que deberá querer asistir. Muchos padres envían a sus hijos contra de su voluntad pensando que ya le gustará, y si bien es importante insistir, siempre habrá otra oportunidad más adelante. También existe la posibilidad de que nunca le apetezca y habrá que buscar otras actividades para las vacaciones de verano.
El primer paso siempre es el permiso. Las relaciones padre-hijo y madre-hijo llevan una carga emotiva muy distinta, siempre complementaria. La primera inyecta aventura, la segunda protege y procura. Es mucho más común que la mamá tema por la seguridad del niño y el padre motive a probar lo desconocido. Ojo, los campamentos son pura aventura.
En mi opinión, los niños son de «hule». Los accidentes suceden pero también es cierto que las heridas de guerra son siempre trofeos que se recuerdan con cariño, especialmente los niños. Un raspón, un piquete ponzoñoso y hasta un dedo roto. Para tranquilidad de las mamás, sepan que estos campamentos están planeados para contener una marabunta de criaturas enardecidas y no permitir que se destruyan entre ellas. Una organización seria siempre está conformada por un equipo de bien capacitados y entusiastas líderes que orientarán y procurarán la seguridad y el esparcimiento de cada uno de los chicos.
En mi actual rol de padre primerizo, comprendo que con el primer hijo se compra todo tipo de accesorios, adminículos incluidos, de la más alta tecnología para garantizar la seguridad y el confort de nuestros críos. Si estuviera a la venta, incluso compraríamos una burbuja protectora, pero esto no es posible en un campamento. De hecho, ya es una acalorada discusión con mi mujer el sólo pensar en la edad correcta para dejar ir a nuestro hijo, que aún es un bebé.
La segunda preocupación es el equipo. Muchos programas «sugieren» una serie de prendas y útiles propios para la ocasión, pero no es fundamental seguirla al pie de la letra. No todo lo que lleven tiene que ser nuevo y caro. Los niños con frecuencia pierden, olvidan, descomponen o simplemente no se acuerdan dónde dejaron las cosas, más en un campamento.
Por último, y tal vez más importante, absolutamente todos los campamentos están inspirados en una filosofía de superación ontológica. Sí, al igual que los muy famosos couches personales, un campamento inspira y nutre el conocimiento, persigue el equilibrio entre el cuerpo y el alma, invita a la tolerancia y la convivencia.
Un fin de semana o un mes después, habrá que esperar no sólo un niño diferente, sino un mejor persona. A esa edad, cada experiencia fuera de casa dejará una huella de aprendizaje e independencia.
Por eso, llegado el verano, los niños se van de campamento. Si esto convence a mi mujer, seguro convencerá a la madre más protectora.
BIEN PREPARADO Por ahora Lucio carga a todos lados con su teta por si le da sed con tantas actividades. Aquí en un día de pesca.
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